Entrevista a un experto sobre los impactos del COVID-19 en el medioambiente
Conoce en este reportaje especial de CMI las reflexiones de un experto sobre los impactos que la pandemia ocasionada por el COVID-19 generó en el medioambiente. ¿Qué buenas prácticas impulsadas en confinamiento han demostrado resultados positivos y podemos mantener? ¿Los declives en niveles de contaminación se mantuvieron o los hemos perdido al reactivarse el sistema económico y productivo? ¡Lee esta nota para saber más!
Álvaro Hernán Montoya Ramírez es Doctor en Ciencias Ambientales y especialista en cooperación internacional y desarrollo sostenible; gestión ambiental empresarial y RSC; y agua, medioambiente y cambio climático. Se desempeña como consultor, asesor en la administración pública y cooperación internacional al desarrollo, y docente e investigador.
Es el responsable de la asignatura “Gestión y protección del medioambiente” del innovador Máster en RSC y Sostenibilidad de CMI Business School.
Entérate en este artículo de datos concretos respecto los impactos negativos y positivos que generaron las prácticas implementadas, a raíz de la pandemia que cambió el ritmo del mundo, y sigue haciéndolo.
- La pandemia ocasionada por el COVID-19 ha golpeado fuertemente los sistemas de salud, económicos, sociales… pero, ¿qué nos dirías sobre su impacto en el medioambiente?
Antes que nada, conviene decir que, al tratarse de un tema de tal actualidad, cualquier opinión al respecto se estará emitiendo casi ‘en tiempo real’, con el enorme margen de intuición –y hasta de especulación– que ello conlleva.
El COVID–19 ha dado lugar a una intensa labor de investigación, principalmente en las ciencias de la salud, pero también en otras disciplinas, en razón de las múltiples y complejas implicaciones de la pandemia sobre la sociedad y la economía, con numerosas derivadas culturales, políticas, comerciales, etc.
Sin embargo, será preciso un tiempo prudencial –quizás cuando la situación se perciba ya razonablemente superada–, para ‘reposar’ ese ingente volumen de conocimiento creado, a fin de poder lanzar juicios concluyentes y extraer lecciones útiles. Por lo tanto, las reflexiones compartidas a continuación sólo reflejan mi visión particular del panorama local y global hasta este momento.
Dicho esto, y dejando constancia del carácter aproximado y preliminar de mis apreciaciones, me permito recurrir a algunos estudios de la ciencia ecológica que plantean la posibilidad de que el COVID-19, enfermedad provocada por el coronavirus SARS-CoV-2, se tratara de una zooantroponosis, es decir, de una patología transmitida por un animal (seguramente vertebrado) a las personas1.
La raíz de tal transmisión estaría en la alteración o ruptura, por parte del ser humano, del equilibrio de ciertos ecosistemas como las selvas tropicales (a causa de la deforestación y/o el tráfico de animales), capaces de contener y regular en su seno tales agentes patógenos. De hecho, si hacemos un poco de memoria, no sería ésta la primera pandemia originada por el mecanismo descrito: el ébola o el VIH-SIDA podrían ser otros catastróficos ejemplos.
Entonces, no habría que descartar que, en un futuro, cercano o lejano, algo así volviese a ocurrir. Esto en cuanto a la probable causa de la enfermedad, íntimamente ligada al medioambiente. En paralelo, circulan hipótesis que hablan del SARS-CoV-2 como una suerte de ‘engendro de laboratorio’ pero, a falta de un claro consenso científico al respecto, no me referiré a ellas. Además, y, sobre todo, prefiero conservar la confianza en la bondad de la esencia humana.
Por otro lado, ya en lo que concierne al control de la propagación del COVID-19, las autoridades sanitarias nos insisten en tres medidas clave: el uso de mascarilla, la distancia de seguridad interpersonal y la higiene de manos. Pues bien, en este tercer punto chocamos de nuevo con uno de los mayores desafíos históricos para el desarrollo humano: el acceso seguro a los servicios de agua potable y saneamiento básico.
Debemos recordar que, según la ONU, a pesar del innegable avance observado en esta materia durante el presente siglo (en gran parte logrado al calor de los Objetivos de Desarrollo del Milenio entre 2000 y 2015), a día de hoy, en el mundo todavía más de 2000 millones de personas carecen de servicios adecuados de agua (y más de 4200 millones no disponen de saneamiento)2.
Qué duda cabe entonces de que este factor, con su obvia connotación ambiental, juega un papel crucial en el manejo de la actual crisis sociosanitaria, dejándose sentir con todo su rigor en contextos desfavorecidos (como son los países en vías de desarrollo), incrementando la intensidad y la incidencia del problema multidimensional de la pobreza. Por ende, no es de extrañar que, en el marco de la Agenda 2030, el sexto Objetivo de Desarrollo Sostenible afirme el empeño global en esta línea, con el enfoque basado en derechos humanos como obligado referente ético y político.
- El medioambiente, desde la escala local hasta la global, ha sido testigo de aparentes impactos positivos y negativos a causa de la pandemia, ¿cuáles serían algunos de ellos?
Hablando de los efectos de la pandemia sobre el medioambiente, debemos decir que los ha habido tanto de signo positivo como negativo. Seguramente lo primero que nos viene a la mente es la sensible caída de la contaminación atmosférica, derivada del severo y prolongado confinamiento, prácticamente a escala mundial, que trajo consigo un frenazo de toda la actividad social y económica. Dicha ‘desintoxicación’ no sólo se apreció en el aire, sino también en otros recursos naturales como el agua: fuimos testigos de sorprendentes estampas, como unos cristalinos canales venecianos, habitualmente turbios a causa del incesante e intensivo trasiego de turistas. Asimismo, vimos cómo los animales se apoderaban de entornos antropizados alrededor del mundo.
Así, por un brevísimo lapso, ante nuestros ojos atónitos y en una medida de la que no se tenía memoria reciente, se hizo más que patente la prodigiosa y veloz capacidad de recuperación ecológica del planeta.
La otra cara de la moneda se ha manifestado después -y todavía se mantiene–. Para empezar, la reactivación productiva nos ha retrotraído al escenario previo de degradación ambiental, con lo que cualquier progreso sobrevenido -que no buscado- con el confinamiento resultó anulado al cabo de muy poco tiempo.
Por otra parte, hay que mencionar la repentina aparición de nuevos flujos de residuos, algunos de ellos potencialmente peligrosos como serían las mascarillas, que ya se han convertido en un complemento imprescindible de nuestro atuendo diario.
Otros flujos de residuos, esta vez ordinarios de material plástico, cuya generación también se ha visto disparada con la crisis del coronavirus son los envases de productos de higiene y limpieza, así como los guantes desechables dispensados en establecimientos comerciales.
A la hora de abordar estas problemáticas ambientales emergentes al interior de nuestras comunidades urbanas y rurales no sobraría insistir, más que en la importancia, en la urgencia de la gestión sostenible de residuos.
Un capítulo aparte reclama el retroceso observado en relación al arduo y lento cambio de paradigma en materia de movilidad que, en los últimos años, se venía consiguiendo en algunas sociedades (incluida la española), tendiente a privilegiar el transporte público colectivo por encima del transporte privado individual, siempre en procura de mermar la huella de carbono per cápita: el comprensible temor al contagio ha empujado a muchas personas a retomar el coche particular, para evitar aglomeraciones en los sistemas de transporte masivo. Quizás, cierta compensación a este fenómeno podría advertirse en el nuevo impulso cobrado por la bici, como alternativa al transporte público.
- ¿Existió realmente una reducción de contaminación ambiental durante el período de confinamiento?
Por supuesto que sí y las notas abundan en la red. Me llama poderosamente la atención el brusco declive de la contaminación atmosférica en términos, por decir algo, de la concentración de dióxido de carbono (CO2) o de dióxido de nitrógeno (N2O) (gases de efecto invernadero ambos), una vez instaurado el confinamiento domiciliario y, junto con ello, el cierre de la economía. Así lo atestiguaban en 2020, sólo por citar un par de ejemplos, la web de acción climática CarbonBrief respecto a China en febrero 4, o la Agencia Espacial Europea respecto a Italia en marzo5.
Ya en el contexto español, a modo de ejemplo, contamos con un interesante informe del Servicio de Calidad del Aire del Ayuntamiento de Madrid acerca del comportamiento de la polución atmosférica en la ciudad durante el estado de alarma (período comprendido entre enero y junio de 2020)6. En efecto, se verificó una sensible caída en la concentración de aquellas sustancias más directamente asociadas al tráfico automotor, como el dióxido de nitrógeno (no tanto en otros compuestos como el ozono o el material particulado).
Por desgracia, aunque no por sorpresa, con la vuelta a las andadas (o más bien a ‘las rodadas’), otra vez la urbe se ha situado en los niveles ‘normales’ de contaminación del aire, previos al confinamiento. Es más, justo por los días en que se escriben estas líneas, Madrid ha vuelto a activar el protocolo por alta contaminación, con consecuencias inmediatas sobre la circulación vial7.
También en relación al aire, al hilo de las limitaciones de desplazamiento y actividad dentro del singular contexto español, se han recogido pruebas sobre el descenso de la contaminación acústica: el movimiento ciudadano Smart Citizen daba cuenta, a comienzos de abril, de una bajada significativa en el nivel de ruido ambiental de Barcelona. Por esas mismas fechas, el Laboratorio de Aplicaciones Bioacústicas de la Universidad Politécnica de Cataluña reseñaba una notoria reducción del nivel de ruido submarino, gracias a la suspensión de las labores navieras, lo que podría haber favorecido el bienestar de los cetáceos, que se comunican en base al sonido8. Lo más probable es que ya hayamos retornado al ruidoso escenario precedente.
- Como experto y docente responsable de la asignatura “Gestión y Protección del Medioambiente”, ¿qué buenas prácticas de RSC crees que se implementaron acertadamente en las empresas luego del confinamiento global?
Bueno, en primer lugar, cabría hablar del teletrabajo, una vieja reivindicación sindical sustentada en la demanda de unas condiciones laborales favorables a la conciliación de la vida profesional y la vida familiar y que tendría un efecto colateral sobre el recorte de la huella de carbono per cápita que comentamos antes, en razón del ahorro de desplazamientos motorizados rutinarios.
Parece ser que la pandemia ha venido a darle un empuje definitivo a esta tendencia, en especial durante la temporada del confinamiento estricto, pero no sólo: a día de hoy, con la emergencia sanitaria aún vigente -y todavía lejos de un panorama despejado-, son numerosas las empresas que siguen recurriendo a esa fórmula, venciendo incluso sus reticencias iniciales. Con todo, cada vez es más lógico pensar que, en ese anhelado contexto ‘post-covid’, el teletrabajo estará mucho más presente en el mundo organizacional que antes del coronavirus y, con ello, también sus beneficios ambientales conexos.
Otra cosa será la necesidad de velar por el uso sano y racional del teletrabajo, a fin de evitar el riesgo cierto de un ‘rapto’ del espacio y el tiempo personales del empleado por parte de la empresa, lo que resultaría contraproducente de cara a la mejoría del entorno laboral que propugna la RSC. Se requerirá, pues, del concurso de patrones y trabajadores para prevenir o corregir desviaciones en tal sentido. Con dicho propósito, en medio del primer estado de alarma y con su consiguiente estímulo al teletrabajo, fue como se reavivó el debate social, político y mediático en torno al derecho a la desconexión digital9.
Aparte del teletrabajo, otra iniciativa de RSC, no necesariamente novedosa, que podría salir revitalizada de la pandemia dados los cambios observados en los hábitos de transporte, serían todas aquellas acciones emprendidas por las compañías a favor de la movilidad sostenible de sus empleados. Esto incluye, por ejemplo, la promoción del uso compartido del coche o la habilitación de aparcamientos para bicicletas y patinetes.
En lo concerniente al surgimiento de nuevos flujos de residuos sólidos que ya mencioné arriba, sería lógico aspirar a que aquellas organizaciones que, en el marco de su RSC, ya tienen implantado un Sistema de Gestión Ambiental a tenor de un estándar de referencia (ISO 14001 o EMAS), opten por ajustar sus programas ambientales, en procura de actualizar sus procedimientos internos en materia de gestión de residuos, en virtud de la versatilidad propia de dichos protocolos de actuación.
Trascendiendo la mera esfera ambiental -aunque no sé si estoy pensando con el deseo-, quisiera creer que esta emergencia ha dado lugar al avivamiento de la solidaridad y la empatía en gran parte de la sociedad, precisamente por el carácter universal del problema. Si así fuera, podría esperarse una mejor actitud de empleados y directivos de las compañías hacia, por ejemplo, las labores de voluntariado empresarial que la RSC tuviese a bien proponer. Se abriría aquí, por tanto, una nueva ventana de oportunidad para canalizar ese potencial de servicio a la comunidad y de cuidado de la naturaleza.
En cualquier caso, y ya con esto cierro mi reflexión, me gustaría remarcar el hecho de que el extenso y complejo entramado de interacciones y sinergias de todo tipo, afloradas alrededor de la actual crisis sociosanitaria mundial del COVID-19, sólo podrá ser apreciable e interpretable en toda su magnitud e intensidad más adelante, desde una mayor perspectiva temporal… ahora mismo seguimos inmersos en el ojo del huracán.